Silva Pinto y Comotek. Anciano lustrabotas con muchas historia detrás.

El lustrabotas

Buenaventura es una ciudad del litoral pacífico, bordeada de casas de madera que se pudren frente al mar y de muelles largos, con grúas inmensas, que alumbran la noche como arañas gigantes de metal. Fue escenario, en los años 80, de una historia que marcó un cambio de época, a pesar de estar sumergida entre las secuelas del narcotráfico y de la expansión portuaria, y ser origen de uno de los mayores despojos de tierras y vulneración de derechos contra la población negra de la ciudad. 

Era un edificio viejo y descolorido, que funcionó como posada por mensualidades, en plena zona comercial, donde la mayoría de las habitaciones permanecían ocupadas por vendedores ambulantes, inmigrantes ilegales y trabajadores del puerto. Esta gente salía temprano al rebusque y regresaba, a últimas horas de la tarde, en medio del sopor que deja la brisa del trópico. La edificación tenía un cuarto muy especial.

Una puerta de madera carcomida que tenía el número 505, al final del pasillo del quinto piso, daba paso a una habitación estrecha, oscura y húmeda. Tenía las paredes descascaradas, el azulejo del baño agrietado y una mancha de moho verdoso trepando por todas las paredes. La habitaba un hombre muy delgado, de tez oscura, facciones recias y mirada inquisidora. Vestía siempre con ropas viejas pero limpias, que le holgaban los hombros y la cintura. Aparentaba unos sesenta años, pero parecían más cuando, tres o cuatro veces a la semana, sufría ataques de asma terribles. Le dejaban el rostro lívido y una sombra de agonía por todo el cuerpo, mientras intentaba respirar casi arrodillado contra el piso.

Nadie sabía de dónde era. Llegó en los primeros días que la posada empezó a funcionar. Lustraba zapatos frente a la entrada y, de forma natural, empezó a ejercer como vigilante. Se mantenía atento a quien entraba o salía, ayudaba a sacar las bolsas de basura cuando pasaba el carro recolector, atendía posibles clientes que merodeaban el lugar buscando hospedaje. Luego, sólo le bastó ser amable y mantener una distancia prudente, frente a las personas que administraban el lugar. Se ganó su confianza y terminó alojándose en la habitación más deteriorada y maltrecha de la posada. Esa habitación, para él, un desarraigado sin hogar y en la absoluta miseria, se convirtió en un refugio donde aliviaba sus dolencias en soledad.

Alguna vez corrió la voz de que Ceferino, el lustrabotas, había sido un antiguo “pájaro” de las cuadrillas de León María Lozano en el centro del Valle, donde había sembrado la muerte durante la época de la violencia partidista en Colombia. Se decía que, cuando mataron a su jefe, Ceferino llegó huyendo de la justicia y buscó refugio entre familiares en Buenaventura, quienes conocían su pasado y nunca quisieron acogerlo. Las personas más viejas, desde ese momento, empezaron a verlo con recelo. afirmaban, cuando lo veían arrinconado y vencido por sus ataques de asma, que era castigo divino, por todo el daño que causó.
Él nunca negó ni confirmó ese rumor, pero hubo una costumbre a la que nunca renunció. Cuando llegaba el día de elecciones generales, vestía una camisa azul rey impecable y un pantalón negro, que conservaba con esmero entre bolsas de papel y bolitas de naftalina. Era tan godo, que se colocaba un distintivo del partido conservador, votaba de primero y luego, en la habitación, se quedaba despierto hasta la madrugada escuchando los resultados en la radio. Si ganaba su partido, se dejaba la camisa y el distintivo puesto durante una semana. Pero. si su partido perdía las elecciones, sufría una agonía peor que con el asma. Su rostro se marchitaba y caía en depresión. Sólo levantaba el ánimo cuando el sacerdote del barrio, en sus visitas dominicales a los enfermos, llegaba hasta su habitación y le daba la eucaristía.

Era un creyente católico apostólico y romano, aunque había terminado por escuchar la misa por radio y solo asistía a unos pocos actos litúrgicos solemnes, en pascua o en adviento. En todo caso, todos los días, a las cinco de la tarde, antes de empezar a oscurecerse el cielo, subía lentamente hasta un parapeto, en el techo de la posada y, sentado en uno de los muros, rezaba el rosario.

Los vecinos de la posada le tenían mucha estima porque ayudaba a solucionar o mediaba en las pequeñeces que desesperaban a la mayoría. Cosas como definir quién debía apagar o encender el bombillo de los pasillos en la noche, qué hacer con la basura cuando no funcionaba el horario de recolección, o donde poner a secar la ropa sin que se la robaran. Confiaban en él porque su palabra tenía valor y era un personaje muy correcto y formal. Pero también les parecía curioso que, en ocasiones, a altas horas de la noche, se le escuchaba conversar y discutir hasta la madrugada. No se entendía lo que decía ni a quién, pero decían que era un murmullo largo e inteligible; solo lo interrumpían expresiones de admiración y pregunta, o silencios cortos, antes de continuar. Debajo de la puerta apenas distinguían la luz débil como de una vela, que oscilaba por la brisa escasa que llegaba al interior de la posada.

La mañana de un lunes, después de un fin de semana en medio de celebraciones de la fiesta patria, Ceferino, quien siempre se levantaba temprano y saludaba a sus vecinos mientras ubicaba su puesto de lustrabotas frente a la entrada del edificio, no se despertó. Una vecina que siempre le brindaba sopa, casi al medio día, se extrañó de no verlo, fue a buscarlo a la habitación pero nadie salió. Al instante se formó una romería frente a la habitación. Temían que le hubiera pasado algo durante la noche. Tocaron en la puerta del cuarto y nadie contestó. El administrador de la posada buscó entre sus llaves pero no tenía otra copia de esa habitación.
Un hombre alto y robusto, que salía de turno para el trabajo en el puerto, se acercó a la puerta, la revisó y se ofreció a tumbarla de un empujón. Sólo al quinto intento logró derribarla y entró al pequeño espacio. Las demás personas no se atrevían a ingresar y miraban desde el marco de la puerta. Gilberto Copete, el muellero, encontró el cuerpo de Ceferino arrodillado y rígido contra una pared, alumbrado aún por el último trozo de una veladora. Había muerto apretando un rosario en la mano izquierda. En la derecha sostenía la insignia del partido conservador. Junto a la veladora se encontró un misal deteriorado y abierto. Entre sus páginas sobresalía un estuche de plástico con un viejo carné.

Ceferino había sido sepulturero en el municipio de El Dovio. Entre los documentos y recortes de prensa que encontraron en la habitación, figuraba un listado de ciento treinta personas que fue obligado a enterrar, de manera clandestina, en varias veredas de ese municipio, para ocultar las matanzas de los “pájaros” de León María Lozano. Nunca dejó de ser godo, pero conservó hasta el último momento la ubicación de los cuerpos de campesinos humildes, de mujeres embarazadas y de niños, cuyo único delito había sido pertenecer al partido liberal. Con lo poco que ganaba como lustrabotas, Ceferino había mandado a hacer misas de manera anónima por todas esas víctimas, hasta el día que murió.

Yasunari López

Imágenes de José Silva Pinto* y Comotek

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