La selva tropical se eleva sobre el río San Juan, que es tan ancho en algunos lugares que uno tiene la sensación de estar en mar abierto. La alfombra verde de la orilla la interrumpen ocasionalmente los palafitos, que se alinean uno al lado del otro con vistas al río. La gente sentada en las terrazas observa como pasan los barcos. En las inmediaciones de las veredas, se ven los campos donde se cultiva maíz, plátano, caña de azúcar y arroz. “Estos son los alimentos básicos que aparecen en nuestro plato todos los días”, dice Gibaldo. Él sostiene el control del motor firmemente con ambas manos. Sus poderosos antebrazos se contraen. Conducir la lancha por los ríos es un trabajo pesado. Durante horas ha estado de pie con sus botas plásticas en la parte trasera de la embarcación, totalmente concentrado para evitar troncos de árboles y bancos de arena. Sus ojos se ponen rojos por el viento y el sol ardiente. Cuando la proa de la lancha despega y se estrella varias veces contra la superficie del agua, Gibaldo explica: “Las olas vienen del barco militar que nos adelanta”. Todavía no hay pruebas de ello. Sólo después de unos minutos aparece una enorme carcasa de metal, un tanque flotante con hombres en uniformes militares. Se intercambian miradas, pero no se saludan. La repentina aparición de la infantería marina frustra el idilio de una de las regiones con mayor biodiversidad en el mundo.
Después de unas horas río arriba, tres helicópteros militares aparecen y hacen un ruido ensordecedor. Uno aterriza justo delante, donde se puede ver desde el barco, y desaparece detrás de las densas copas de los árboles. Poco después, vuelve a despegar y se va volando. “Probablemente están recogiendo soldados que están operando en la región”, sospecha Gibaldo, comisionado de Derechos Humanos de la organización regional de Comunidades Negras. El Chocó es una zona de guerra donde los militares estatales y los grupos armados ilegales combaten con frecuencia. Hace apenas dos días, las casas de la vereda de Monte Bravo fueron hostigadas por militares. Esto es una violación de Derechos Humanos y va en contra del Derecho Internacional Humanitario, dice Gibaldo. Explosiones y detonaciones causaron temor y terror entre los habitantes que se encontraban en el pueblo en el momento del ataque. “Tratamos de salvarnos lo más rápido posible, porque los militares dispararon contra todo lo que se movía. Algunos de nosotros saltamos al río, otros llegaron a la orilla opuesta del río en lancha”, informa Darnelly, con una voz todavía temblorosa. Fue un milagro que nadie muriera o resultara gravemente herido. Solo después de horas regresaron a sus hogares, junto con los residentes de las veredas vecinas que se habían apresurado a rescatarles. Conmocionados, descubrieron que los militares habían saqueado sus casas y confiscado celulares, dinero en efectivo, cédulas y ropa sin una orden de allanamiento. Videos grabados con el celular testifican las huellas de la devastación. “La fuerza pública ataca a la población civil y registra nuestras casas. Hasta el día de hoy, no he recuperado mi cédula ni mi celular. Y me falta el dinero en efectivo que tenía en mi habitación”, lamenta Darnelly. Nos muestra casquillos de bala vacíos e impactos en los árboles cerca a su casa. Su familia, igual que el resto de los habitantes, sólo se atreve a regresar a su pueblo con acompañamiento. Tienen miedo de que la experiencia traumática pueda repetirse en cualquier momento. Se refugian en casas de amigos o familiares en otras veredas del río.
Hasta el día de hoy, nadie sabe cuál unidad es responsable de la operación militar, informa Gibaldo con consternación. El coronel del batallón militar que opera en la región negó que sus tropas hubieran estado activas en el momento del combate. Los engranajes de las instituciones estatales se amoldan lentamente para obtener una respuesta a la solicitud que le hizo la Procuraduría al Ejército. El suceso no es en absoluto un incidente aislado. La población de varias veredas está de acuerdo en que el ejército nacional significa más un peligro que una mayor seguridad. Informan de requisas arbitrarias por parte de los militares, que toman fotos de los pobladores de la zona y de sus documentos. “Nos tratan como criminales o guerrilleros cuando somos simples agricultores”, se queja un hijo de Darnelly. Ella misma agrega: “en las zonas rurales, nuestros derechos étnico-territoriales los violan a diario. La ley aquí no se aplica”.
Esto también lo demuestra la base militar aguas arriba, cerca al pueblo de Noanamá, en el Medio San Juan. La base se estableció de forma arbitraria en 2018 en el territorio colectivo de la comunidad negra, aunque la ley 70 de 1993 requiere una consulta previa a la comunidad, explica Gibaldo. La base está a la vista del pueblo. El último enfrentamiento fue el 30 de abril de este año. Desde entonces, la gente de la comunidad no puede ir a sus fincas ni salir del pueblo. Está completamente confinada. Sin el apoyo humanitario del Consejo Noruego para Refugiados, la gente no podría sobrevivir. “Queremos que la base militar desaparezca de nuestro territorio”, dicen en el Consejo Comunitario de Noanamá. La desmilitarización es la única forma de garantizar la seguridad en sus veredas.
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